La recuerdo como la vi por última vez, en una esquina de una calle cualquiera, esa que lleva a todos los lugares de una ciudad cualquiera. La recuerdo con su mirada de niña cansada, agotada por el tiempo, la fatiga, ésa que da el saberse querida pero no amada. Tenía una bufanda roja, siempre roja, que la envolvía y la dejaba casi como un buen regalo en la esquina de una calle que lleva a cualquier lugar. Olía a jazmines, siempre jazmines, ésos que vendían hace mil años en los puestos de una ciudad de un país cualquiera, que la espera, la expulsa, la vuelve a recuperar, pero ella estaba allí, en la esquina de una calle cualquiera que lleva, tal vez, a la esquina de otra calle. Tenía en la mirada dos estrellas, y era raro, porque la noche no había caído, pero sus ojos iluminaban el sendero de una calle que lleva a un lugar que no conozco todavía. Recuerdo muy bien su sonrisa, no era una bella sonrisa, nada en ella era bello, sino cálido, húmedo, profundo. Nada en ella era hermoso, pero sí sagrado como el pan caliente de todos los días en la esquina de una calle que no se dónde lleva. La recuerdo y me parece verla, me parece tan cercana, tan humana, que puedo extender la mano y tocarla. La recuerdo en esa esquina. La recuerdo como si fuera yo misma. La recuerdo y me recuerdo. Tenía bufanda roja y olía a jazmines. Me recuerdo. La luna reflejaba mi recuerdo, ojos de estrellas. Me recuerdo antes de atavesar esa esquina, ésa que está en una calle cualquiera que lleva inevitablemente a mi vida. La recuerdo como la vi por última vez, antes de esta muerte.
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