viernes, 1 de octubre de 2010

El silencio

El teléfono sonó tres veces. Mabel corrió hasta el vestíbulo. Al levantar el auricular escuchó la voz de su jefe. El señor González le comunicó lo que ya sabía. Había quedado sin trabajo. Mabel volvió a la cocina. Puso la pava al fuego. Preparó el mate.
Llenó el termo y se sentó a la mesa. Esperó tranquila a Manuel.
Esa noche él llegó con retraso de su trabajo, en el reloj de la cocina habían pasado algunas horas desde las veinte en la que acostumbraba a llegar todos los días. Cuando Mabel sintió las llaves en la cerradura de la casa se levantó de la silla en la que había estado sentada desde que el señor González la había llamado a las tres de la tarde.
Manuel entró a la cocina, dejó el maletín sobre la silla que estaba más cerca de la puerta, se acercó a su esposa e intentó besarla en la frente, como lo hacía todos los días desde hacía más de cinco años. Mabel se levantó antes que los labios de Manuel pudieran rozarla, fue hasta la heladera, la abrió y sacó el fiambre que había preparado temprano.
Él se sentó frente a ella y la miró levantando la ceja izquierda como lo hacía cada vez que notaba que su mujer quería decirle algo, pero no se animaba.
En la cabeza de Mabel estaba la llamada telefónica que había recibido por la mañana, los motivos por los que imaginaba su jefe había llegado a tomar esa decisión y la poca importancia que representaba para ella quedarse sin trabajo en ese momento de su vida. Comiendo despacio el fiambre que había colocado sobre la mesa, también pensó contarle a Manuel lo que había hablado con el doctor Sepúlveda, tenían que dejar todo muy bien organizado, es sabido que los hombres, cuando se quedan solos, se apabullan y tardan bastante en encontrar nuevamente el orden en sus vidas. Mabel sabía que tenía que preparar a Manuel para darle la noticia. En ese instante agradeció los fracasos de los últimos dos años en el intento por ser padres, con un hijo la situación se hubiera vuelto mucho más traumática. Cuando Mabel volvió a mirar a su marido se dio cuenta el por qué de su tardanza, había pasado por el consultorio del doctor Sepúlveda.

El balcón indiscreto


Salían con frecuencia al balcón en verano, se sentaban en reposeras, a veces, sacaban la mesa y cenaban ahí mismo. Esa noche no me pareció distinta. Entré a mi departamento a buscar un cigarrillo, Guillermo no me dejaba fumar dentro de casa, decía que podía hacerles mal a los chicos. Prendí el cigarrillo y seguí mirando a mis vecinos de enfrente.
Ahí estaba ella, con unos pantalones cortos, amplios, su musculosa azul y creo que descalza, con el pelo recogido. Él apareció después de unos minutos, vistiendo sólo un bóxer blanco y con el pelo mojado. Tenían algo en su manera de salir al balcón, de pararse al lado de la baranda que me atraía. Conversaron unos instantes, ella le respondía que sí con la cabeza a algo que él le preguntaba. Sonreían, se los veía felices.
De pronto él la abrazó, rodeó con sus brazos su cintura, me pareció que quiso que ella girara para que no lo mirase. Empecé a darme cuenta de que habían dejado de conversar como lo hacían habitualmente, creo que comenzaron a discutir, ella intentaba zafarse del abrazo de él, pero parecía le era difícil.
Después de algunos minutos, él la soltó bruscamente, ella giró, le dio la espalda y se inclinó sobre la baranda. Él entró al departamento y ella quedó unos segundos así, inclinada, el cabello se le había soltado y ahora le tapaba buena parte de la cara.
Me parece que pasaron no más de diez minutos, él salió al balcón, esta vez vestido con un pantalón marrón y una remera blanca, tenía zapatillas pero no estoy muy segura, el balcón de ellos era opaco en la parte inferior.
Le dijo algo que seguramente le molestó; salió rápido y ella salió detrás como si quisiera retenerlo.
Me di cuenta que no podía entrar a mi departamento, necesité quedarme así, unos minutos más, mirando a los de enfrente.


martes, 4 de mayo de 2010

De espaldas

Cuando todo había terminado él pensó que dormías pero vos, sabiendo que no fue una decisión dictada por tu cabeza, de espaladas y con lo ojos cerrados, no contestaste a su adiós, no reaccionaste a su beso en el hombro.
Algunas de tus lágrimas mojaron la almohada ¿arrepentida? No, no estabas arrepentida porque por una vez habías hecho lo que sentías, por una vez no habías dejado vencer a tu No.
Pensaste en todas las mujeres que en una situación parecida a la tuya temían el día después, la hora siguiente, el próximo momento en que tenían que levantarse y hacer como si nada hubiera ocurrido, porque lo que sucedió, y vos lo sabías, no iba a modificar nada, nada volvería a lo de antes.
Eso fue lo que no quisiste escuchar cuando él se abrochaba la camisa o se calzaba los zapatos, la explicación que siempre está de más.
Mejor sería que callen, que no digan nada, que aunque te muestres despierta elijan el silencio, el beso en el hombro, la sonrisa, el adiós.
Tuviste mucho miedo que dijera lo que no querías escuchar.
Cuando la puerta se cerró, otra lágrima mojó la almohada, y volviste a jurar que ésta sería definitivamente la última.

viernes, 29 de enero de 2010

El regreso

Esa noche, como tantas otras, Laura no podía conciliar el sueño, los recuerdos la atormentaban y la culpa le cerraba la garganta. Recordaba que hacía más de veinte años, en su ciudad, compartía las alegrías con aquel grupo maravilloso de amigos, del que sólo había quedado, con el correr de los años y el manto de la distancia, Guille.
Cerró los ojos y una imagen la llevó a esas últimas vacaciones en una playa perdida de Buenos Aires, donde Guille se ponía su gorra roja, se tiraba panza arriba y con su risa particular la invitaba a compartir ese sol redondo, naranja y generoso. Recordaba la admiración que le despertaba esa manera tan maravillosa de enfrentar la vida y las dificultades, esa amistad era algo que la había ayudado desde siempre.
Se levantó de la cama y sus pensamientos despertaron a Nacho, que sentándose le dijo medio dormido:
- Recordar no te hace bien, ahora me levanto y te preparo un té, creeme Laurita, no ganás nada pensando todo el tiempo lo mismo, y sin esperar respuesta fue hacia la cocina y puso a calentar el agua.
Esa era una historia tristemente repetida, más que un esposo, Nacho se había convertido en una mala especie de protector.
- Acá está el té, haceme caso, tomalo y volvé a la cama, ya vas a ver como después podés dormir.
Dejó la taza en la mesa de luz de Laura, le dio un beso en la frente y volvió a meterse en la cama durmiéndose al instante.
Pobre Nacho, pensó Laura, cree que el té puede ayudarme a soportar este dolor. Miró la taza, decidió no tomarla.
Apagó la luz del velador y volvió inútilmente a intentar dormir.
Al día siguiente, se levantó como siempre, más temprano que su marido. Preparó el desayuno, el mismo café negro, las mismas tostadas, el mismo jugo de naranjas que preparaba desde hacía diez años. Miró la hora, las 7.45, sabía que en el dormitorio él estaba poniéndose la camisa que había preparado la noche anterior, que elegiría en un minuto la corbata y después, sentado a los pies de la cama, abriría el cajón de la mesa de luz y con una funda amarilla limpiaría los zapatos antes de ponérselos. Podía verlo como en una película y eso la molestó.
Desayunaron en silencio y al finalizar Nacho se despidió con un beso en la frente.
- Me voy al trabajo, ¿te paso a buscar por la universidad o nos vemos en casa? -le preguntó a Laura.
- Mejor en casa, -le contestó sin mirarlo-, hoy no voy a dar clases, pedí una licencia por un par de días.
- Bueno, chau y acordate, no pensés que cuando pensás te ponés mal, le dijo mientras cerraba la puerta cuidadosamente.
Una vez sola, Laura preparó el mate, y ese sabor dulzón la volvió a sus recuerdos.

- ¿Por qué no compartís el departamento flaquita? Así vas a poder pagar esas deudas que te están creando arruguitas y también podés ayudar a algún almita carenciada,-decía Guille jugando con los anteojos.
- ¿Y con quién lo voy a compartir? con vos viviría pero… esperá ¿de qué almita carenciada estás hablando? Te conozco Guille, vos querés que le dé asilo a algún amigo tuyo ¿a quién?
Guille se rió y una vez más jugó con sus anteojos.
- Se llama Pablo, llegó esta mañana a Buenos Aires, es de San Juan como yo y es tan lindo…
- Y si es tan lindo ¿por qué no te casás con él? -dijo riendo Laura,
- ¡Ojalá pudiera! pero al tonto le gustan las minas, ¿a vos te parece semejante desperdicio?
- No sé, todavía no lo conozco, cuando lo vea te digo, pero ahora hablando en serio, ¿es de confianza, puedo hacer trato con él?
Como respuesta recibió un mate calentito y una de las mejores sonrisas por parte de su amigo.
Ese mismo fin de semana Pablo se mudó al departamento de Laura. Había traído muy pocas cosas, muchos papeles, eso sí. Apenas contestaba con algún que otro monosílabo a todas las preguntas que Laura le hacía, resultaba difícil imaginar a Guille y a Pablo como amigos, eran tan distintos. Cuando Pablo hablaba de San Juan y de sus afectos, entrecerraba los ojos para recordarlos mejor, ese gesto cautivó a Laura desde un primer momento.

El sonido del teléfono la devolvió a la realidad.
- Hola Laura, mirá, tenemos un problema en la oficina y no voy a poder llegar temprano a casa, así que no me esperes…
Laura oía a su marido sin escucharlo, que no iba a volver temprano a casa, mejor pensó, su presencia en esos días se hacía cada vez más incómoda.
Cuando cortó el teléfono llenó la bañera, y se sumergió en el agua caliente y espumosa. Hacía mucho que no lo hacía. Sintió las burbujas que se reventaban unas contra otras y desaparecían al contacto con su piel. Respiró profundo, cerró los ojos y nuevamente estaba allí, años atrás, en su departamento de Buenos Aires.

La noche de la mudanza hacía mucho calor, se quedaron los tres comiendo hasta muy tarde, charlando, riendo, disfrutando de una felicidad que no sabían cambiaría en el futuro.
Los meses que compartieron el departamento fueron maravillosos, Pablo estudiaba periodismo, Laura, después de mucha búsqueda, comenzó a escribir.
- Pablo, -le dijo una tarde-, necesito que me hagas un favor, tienen que traer de la editorial un material que entregué la semana pasada y yo no vuelvo hasta la noche ¿podés quedarte a recibirlo? No quiero que lo dejen en portería.
- Sí Laura, no te hagás problema, yo me quedo, respondió Pablo desde su máquina de escribir.
- Gracias ¡sos un sol!.
-
Laura abrió los ojos, sintió un ahogo que no pudo definir si era por el agua o por el recuerdo.
Los días pasaron demasiado lentos y en Laura se producía un cambio que no podía explicar. Un par de semanas después, en la cena le contó a Nacho sus planes, pero esta vez le habló de un modo diferente. No buscaba su permiso ni su aprobación, simplemente le informaba sobre una decisión ya tomada.
Ese sábado tomó el avión que la llevó directo a Buenos Aires.
A diferencia de otras veces, no durmió, quería disfrutar de ese regreso a su ciudad, a su verdadera casa. Mirando por la ventanilla mares y ciudades que no eran los suyos, recordó esa última vez que lo vio, recordó su guiño y su sonrisa y también su llegada por la noche al departamento, los papeles revueltos, los libros destrozados, las manchas de sangre en el piso.
Esa era la imagen que había llevado a miles de kilómetros de distancia, esa la imagen con la que había tenido que vivir durante todos esos años, la imagen que Nacho quería borrar con una taza de té.
Su vuelo llegó con retraso al aeropuerto, bajó del avión como una autómata y a los pocos segundos lo distinguió detrás de un grupo de turistas jugando con sus anteojos.
En una carta que Laura había recibido unas semanas antes, su amigo le contaba que habían encontrado a Pablo en un hospital de San Juan, que había perdido parte de la memoria y que por esos tiempos lo buscaban por un artículo que había escrito sobre la represión en Guatemala.
- Vos no tuviste nada que ver, si hubieras estado allí te hubieran llevado a vos también, le dijo Guille mientras le daba un abrazo.
En los ojos de su amigo, Laura pudo entonces recuperar algo de paz.
- Vamos dijo Guille, que hay mucho por hacer.